EL ETNOGRAFO
J. L. Borges
El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro
estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los
protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos. Se llamaba,
creo, Fred Murdock. Era alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, de
perfil de hacha, de muy pocas palabras. Nada singular había en él, ni siquiera esa fingida
singularidad que es propia de los jóvenes. Naturalmente respetuoso, no descreía
de los libros ni de quienes escriben los libros. Era suya esa edad en que el
hombre no sabe aún quién es y está listo
para entregarse a lo que le propone el azar: la mística del persa o el
desconocido origen del húngaro, la aventuras de la guerra o del álgebra, el puritanismo o la orgía. En
la universidad le aconsejaron el estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos
esotéricos que perduran en ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre
entrado en años, le propuso que hiciera su habitación en una toldería, que
observara los ritos y que descubriera el secreto que los brujos revelan al
iniciado. A su vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto
darían a la imprenta. Murdock aceptó con
alacridad. Uno de sus mayores había muerto en las guerras de la frontera; esa
antigua discordia de sus estirpes era un vínculo ahora. Previó, sin duda, las
dificultades que lo aguardaban; tenía que lograr que los hombres rojos lo
aceptaran como a uno de los suyos. Emprendió la
larga aventura. Más de dos años habitó en
la pradera, bajo toldos de cuero o a la intemperie. Se levantaba antes del
alba, se acostaba al anochecer, llegó a
soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica
rechazaba. Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas,
que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso
porque ya no las precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos
ejercicios, de índole moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus sueños y que
se los confiara al clarear el día. Comprobó que
en las noches de luna llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro; éste acabó por revelarle su doctrina secreta. Una
mañana, sin haberse despedido de nadie, Murdock se fue.
En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no publicarlo.
En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no publicarlo.
-- ¿Lo ata su juramento? -- preguntó el otro.
-- No es ésa mi
razón -- dijo Murdock --. En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir.
-- ¿Acaso el idioma
inglés es insuficiente? -- observaría el otro.
-- Nada
de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos
distintos y aun contradictorios. No sé muy
bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra
ciencia, me parece una mera frivolidad.
Agregó al cabo de una pausa:
-- El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que
me condujeron a él. Esos caminos
hay que andarlos.
El
profesor le dijo con frialdad:
--
Comunicaré su decisión al
Concejo. ¿Usted piensa vivir
entre los indios?
Murdock
le contestó:
-- No.
Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale para
cualquier lugar y para cualquier circunstancia.
Tal fue,
en esencia, el diálogo.
Fred se casó, se divorció y
es ahora uno de los bibliotecarios de Yale.
JL Borges |