La Escuela de Atenas - del pintor Rafael |
1. El enigma de Sócrates. La condena de Sócrates
(Capítulo I)
(Capítulo I)
Entre todos los proyectos que ha emprendido
el ser humano, la aventura de la ciudadanía ha sido la más arriesgada y la más
sorprendente. Quizá esto pueda sonar a exageración, teniendo en cuenta las
cosas tan raras que el hombre se ha empeñado en hacer a lo largo de la historia, de viajar
a la Luna a obsesionarse en ganar guerras mundiales. Es verdad que, a primera
vista, no hay nada que parezca excepcional en el hecho de que seamos
ciudadanos. Se trata, simplemente, de que en tanto que ciudadanos de, por
ejemplo, el Estado español, tenemos determinados derechos y deberes, y podemos
votar cada cierto tiempo a quien nos va a gobernar. Nada de esto es
sorprendente, es más bien lo más normal del mundo, es nuestra vida más
cotidiana.
Sin embargo, toda nuestra existencia
ciudadana está levantada sobre un misterio.
Podemos hacernos una idea del enigma si nos
fijamos en cómo comenzó, para el ser humano, la historia de esta aventura de la
ciudadanía. La historia de la filosofía había comenzado ya con un tropiezo, con
la caída de Tales de Mileto. La aventura de la ciudadanía comenzó, también, con
un tropiezo, pero esta vez de la humanidad entera: por algún motivo, una
democracia, la democracia ateniense, consideró necesario condenar a muerte a un
ciudadano de setenta años, llamado Sócrates, cuyo único delito había sido ir
todo el rato por ahí preguntando a la gente qué era un zapato. Es cierto que
Sócrates también preguntaba, por ejemplo, qué es la virtud, pero eso es lo de
menos. Lo importante es que lo único que hacía era preguntar.
Sócrates y nosotros
Sócrates, en
efecto, no enseñaba nada en especial, porque, tal y como él solía decir, lo
único que sabía era que no sabía nada. O sea, que nada podía enseñar. Pero, eso
sí, no paraba de preguntar qué es un zapato, qué es la virtud, y cosas así.
Pues bien, es con este enigma con el que
comenzó para la humanidad la aventura de la ciudadanía. Con este enigma y con
esta ignominia: la condena a muerte de un anciano que no había hecho más que
preguntar. Si Atenas hubiera sido una dictadura, si la muerte de Sócrates se
hubiera debido al capricho de un tirano, la cosa no tendría nada de
sorprendente. Lo extraño es que Atenas era una democracia y, además, es el
modelo de referencia de lo que solemos entender por democracia. ¿Condenaríamos
nosotros a muerte a un viejo que anduviera por ahí preguntando qué es un
zapato? La pena de muerte, se dirá, ni siquiera está reconocida en nuestra
Constitución. Ahora bien, tenemos motivos para pensar –como vamos a intentar
hacer ver en este libro– que si ese viejo preguntara de la misma manera y con
la misma insistencia que Sócrates, nuestra saludable democracia encontraría
alguna manera de condenarle a muerte, aunque para ello tuviera que hacer una
reforma constitucional o incluso que sacrificar la Constitución. El siglo XX
nos ha dejado algunos ejemplos que vendrían al caso (y
que más adelante tendremos ocasión de comentar con detenimiento).
2.
Un espacio vacío. Ciro, el rey de los persas
¿Qué tenía de especial la forma de preguntar de Sócrates? ¿Por qué
resultó insoportable para la democracia ateniense?
El rey Ciro, rey de los persas (que eran los más grandes enemigos de
los griegos), se refirió una vez a los atenienses diciendo con desprecio: «Ningún miedo tengo de esos hombres que
tienen por costumbre dejar en el centro de sus ciudades un espacio vacío al que
acuden todos los días para intentar engañarse unos a otros bajo juramento».
La asamblea
y el mercado
Estas palabras son, en realidad, una preciosa definición
de la democracia. Poco sospechaba el rey Ciro de la inmensa potencia que se
escondía en ese espacio vacío, gracias al cual los griegos no sólo ganarían dos
guerras contra los persas, sino que se convertirían en un modelo político para
toda la historia de la humanidad. Ese espacio era la plaza pública, en la que
se asentaban dos realidades de potencia incalculable: la asamblea, lo que
nosotros llamaríamos el Parlamento, y el mercado, del que no hablaremos
todavía, aunque tendrá gran importancia en próximos capítulos. En los dos
sitios, la asamblea y el mercado, los hombres intentaban engañarse bajo
juramento y, en verdad, no han dejado de hacerlo hasta nuestros días. Pero en
la asamblea, al intentar engañarse, tienen que argumentar y contraargumentar,
tienen que dialogar, y de este diálogo van surgiendo consensos y de los
consensos, leyes. Los griegos eran «ciudadanos» en la medida en que pisaban ese
espacio vacío en el centro de sus ciudades. Era el espacio al que, en adelante,
llamaremos el espacio de la ciudadanía.
El espacio vacío de la ciudadanía
Es muy importante que ese espacio esté, como subrayaba con asombro
el rey Ciro, vacío. Que esté vacío supone, por ejemplo, que no está ocupado por
un Templo o por un Trono. He aquí lo que tiene de atrevido el proyecto de la
democracia que hemos heredado de Grecia: poner en el centro de la ciudad un
espacio vacío es como pretender que toda la vida ciudadana, todo aquello sobre
lo que bascula el tejido social, gire en torno a un lugar en el que no hay
dioses ni reyes: ni tiranos terrestres ni déspotas celestes. Se trata de
preservar así, en el centro mismo desde el que emana la más alta autoridad de
la vida social, un lugar sin amos ni siervos. Eso no quiere decir que en otras
partes del tejido social, incrustados en otros barrios más o menos periféricos
de la ciudad, no pueda haber lugar para la vida religiosa o para determinados
tipos de servidumbre. La gente puede decidir ir a rezar a los templos, puede
aceptar una vida familiar en la que, por ejemplo, los hijos deban obedecer a sus padres, puede aceptar un contrato basura
en una empresa o incluso aceptar ser cabo de la guardia civil y obedecer las
órdenes de un capitán. Pero sólo si así,lo decide, pues el lugar de la última y
más legítima autoridad seguirá estando en otra parte. Y lo importante y lo
sorprendente, lo que de inquietante tiene la democracia, es que el centro mismo
de la ciudad, el lugar en el que reside la autoridad última de la vida social,
es un lugar vacío,un lugar vacío que pueda ser visitado por cualquiera,un lugar
al que se acude para dialogar, para argumentar y contraargumentar, incluso,
¿por qué no?, para intentar, como decía el rey Ciro, engañar a los demás bajo
juramento.
Lo Público y lo Privado
Así pues, los hombres pueden ser padres o hijos, amos o siervos,
empleados o patrones, varones o mujeres, subordinados o jefes, fieles de un
dios o miembros de una casta sacerdotal que pretende hablar en su nombre. Pero,
en la medida en que penetren en ese espacio vacío del que hablamos, se
convierten en ciudadanos. Y en ese sentido y en ese lugar, son todos iguales.
Se dirá que esto es un cuento chino. Ya veremos luego si lo es o no. Pero
primero hay que entender lo que se quiere decir con ello. En ese «espacio
vacío» todos son iguales... para hacer lo que se hace en ese espacio vacío, es
decir, para hablar, para dialogar, para argumentar. Claro que esa gente seguirá
siendo distinta y desigual a la hora de rezar, de trabajar, de obedecer, de comer,
de tener hijos, etc. Pero porque esas cosas no se hacen en ese centro de la
ciudad del que estamos hablando, sino en lo que podríamos considerar los
«barrios de la vida privada». Eso sí, si la ciudad de la que estamos hablando
es una ciudad verdaderamente democrática, será porque ha adquirido el
compromiso de hacer gravitar toda la vida ciudadana según lo que se decida en
ese lugar vacío en el que todos son ciudadanos y, por consiguiente, iguales.
Por tanto, eso quiere decir que el rezar, el trabajar, el obedecer, el comer,
el tener hijos y todas esas cosas se harán según las normas y leyes que se
vayan decidiendo desde el espacio «vacío» de la ciudadanía. Eso quiere decir
también que, en algún sentido, en algún sentido muy importante, los hombres y
las mujeres, los padres y los hijos, los obreros y los patrones, los fieles y
los sacerdotes, son prioritariamente, por encima de todas esas cosas,
ciudadanos. Alguien puede ser un obrero, pero antes de ser un obrero, es ya un
ciudadano. Y lo sigue siendo siempre de manera fundamental. Por supuesto eso no
quita para que uno deba comer de su trabajo y no de su condición de ciudadano.
Pero las leyes que decidan cómo se ha de trabajar para comer vendrán decididas,
si se trata de una democracia, desde el espacio de la ciudadanía y no desde,
por ejemplo, una reunión de empresarios. (Repárese bien en que aquí estamos
hablando en condicional: así tendría que ser «si se tratara de una verdadera
democracia»; tiempo habrá luego de comprobar qué queda de ello en la cruda realidad.)
3. El lugar de cualquier otro
Sócrates y Pericles
Los atenienses estaban tan orgullosos de su
democracia como lo estamos nosotros. Es muy famoso el discurso de Pericles, en
el que este gran estadista explica cómo el poder que Atenas ha demostrado
esconde su secreto en ese espacio vacío que tan insensatamente despreciaba el
rey Ciro. Los griegos –entre ellos, sin duda, los que juzgaron y condenaron a
Sócrates– tenían mucho aprecio por este discurso. Se trata de un precioso canto
de alabanza a la democracia que todavía suele citarse con admiración. Ahora
bien, a Sócrates ese discurso le inspiraba un verdadero desprecio. Le parecía,
no cabe duda, absolutamente insuficiente. Tan insuficiente como esa vida
ciudadana de la que los griegos estaban, en su opinión, tan injustificadamente
orgullosos. ¿Estaba, entonces, Sócrates de acuerdo con el rey Ciro en
despreciar ese espacio vacío, esa plaza pública, esa especie de agujero que se
abría en el centro de las ciudades y los estados griegos? Evidentemente no.
Sócrates despreciaba la ciudadanía ateniense porque le parecía
insuficientemente ciudadana; Ciro lo hacía por lo que tenía, precisamente, de
ciudadanía. Ciro no entendía que en el centro de la ciudad no colocaran un
altar o un trono, un templo o un palacio. Sócrates, por el contrario, lo que
observaba es que, aunque no lo pareciera, ese lugar vacío estaba, todavía,
siempre demasiado lleno. Sócrates lo veía, en realidad, atiborrado de
diosecillos, de idolillos y reyezuelos, de pequeños déspotas celestes y
terrestres, de todo un tejido de servidumbres insensibles que acababan por
constituir la más imponente de las tiranías.
Para que ese lugar hubiera estado a gusto de
Sócrates, suficientemente vacío, tendría que haber sido realmente, algo a lo
que vamos a llamar “El lugar de cualquier
otro”. Podemos llamarlo “Razón” o también podemos llamarlo “Libertad”. Lo importante
no es ponerle nombre, sino entender en qué consiste que el lugar de los
ciudadanos esté vacío. Sólo si está vacío puede ser ocupado por cualquiera. Y
sólo en ese sentido puede ser el lugar de todos, a fuerza, precisamente de no ser
el lugar de nadie, a fuerza que nadie pueda ocupar ese lugar y decir por ejemplo
que es un dios, o un representante de dios, o un rey o un príncipe con más derecho
a estar ahí que los demás. Un lugar de todos y de nadie, un lugar vacío que
cualquiera puede llenar, sin que por eso deje de estar vacío. Se trata de una
aparente paradoja que no es sólo aparente: es en realidad, como vamos a ver,
mucho más enigmática y profunda de lo que parece a simple vista. Tanto que todo
la historia de la filosofía, al menos en una de sus columnas vertebrales, la
que llamamos Ilustración, ha consistido en profundizar en este enigma político.
Ni Tronos ni Templos
Así pues, los ciudadanos tienen que ser capaces de habitar el
espacio de la ciudadanía sin llenarlo, sin suplantarlo, sin convertirlo en otra
cosa, en, por ejemplo, un palacio o un templo. Se dirá que es imposible estar
en un lugar y que ese lugar, al mismo tiempo, permanezca vacío. Se dirá que lo
máximo que pueden pedir los ciudadanos en el lugar de la ciudadanía es que cada
uno pueda ir ahí con su templo y su trono preferido, de tal modo que en el
lugar de la ciudadanía lo que encontremos sea una multitud de religiones y de
despotismos tolerándose entre sí. Ahora bien, eso es un absurdo. De ese modo
sólo se lograría que uno de los templos o uno de los tronos, el que más fuerza
acabara por tener, terminara por dominar a los otros. Y entonces, lo que
tendríamos en el centro de la ciudad sería eso, un trono o un templo, y no un
espacio vacío. Es decir, que lo que tendríamos sería, precisamente, la ausencia
de ciudadanía y no una «ciudadanía más realista». Incluso si eso es lo que
siempre acaba por suceder, porque así son las cosas, que el pez grande se come
al chico y, así, un trono o un templo acaba siempre por apropiarse del lugar de
la ciudadanía, predominando siempre sobre los demás tronos y sobre los demás
templos, sería absurdo que nos empeñáramos en decir que eso es la ciudadanía en
realidad, en lugar de diagnosticar, más bien, que en esa realidad la ciudadanía
brilla por su ausencia. Por el contrario, si de lo que se trata es de que los
distintos tronos y los distintos templos tengan que tolerarse entre sí, de que
tengan la obligación de aguantarse y respetarse unos a otros, entonces es
preciso que haya algún tipo de instancia, algún tipo de autoridad desde la que
se dicte esa obligación, esa norma, esa ley. Tiene, pues, que haber un lugar
vacío desde el cual se diga, se obligue, se legisle lo que los tronos y los
templos deben cumplir.
Razón y Libertad
Volvemos, por tanto, a plantearnos perplejos la pregunta: ¿Cómo podrían
los ciudadanos ocupar el lugar de la ciudadanía sin llenarlo? ¿Qué tiene de
especial ese lugar que Sócrates se empeñó en defender, ese lugar que puede
llenarse de ciudadanos sin dejar de estar vacío? ¿Cuál puede ser ese lugar
sobre el que habría, por tanto, que levantar la asamblea, el parlamento, el
edificio de la ley, la ciudad? ¿Lo llamaremos «Razón», «Libertad», «lugar de
cualquier otro»?
El Abismo de la democracia
Antes nos preguntábamos por el misterio de
que una democracia se sintiera incapaz de aguantar a un viejo como Sócrates,
que lo único que había hecho era preguntar qué es un zapato. Quizás ahora puede
empezar a vislumbrarse el secreto de lo que pasó. El problema estaba en que
Sócrates se empeñaba en preguntar desde ese lugar del que estamos hablando
ahora. Un lugar tan vacío que, comparado con él, el lugar vacío del que tanto
se asombraba Ciro, estaba lleno a rebosar. Y lo que ocurrió fue que, en efecto,
la presencia de Sócrates por las calles de la ciudad era como si fuese abriendo
un agujero, un pozo, en el que la ciudad entera amenazaba con precipitarse,
como si se tratase de un abismo. Ahora bien, ese abismo era ni más ni menos que
la democracia misma: la fuerza de la democracia, que exigía a la vida entera de
la ciudad caminar hacia otro sitio de donde estaba caminando. Era, quizá, el
mismo pozo en el que tiempo atrás se había caído Tales, y era como si Sócrates
se empeñara ahora en que fuera la ciudad entera la que cayera con él. Como si
recordara a los ciudadanos que, si verdaderamente lo eran, las cosas no podían
seguir igual. Era la voz que recordaba la potencia que se encerraba en ese
espacio vacío que Grecia había inventado para la historia de la humanidad. Sus
conciudadanos encontraron el medio de acallarle a él, condenándole a muerte, y
de acallar también las propias exigencias de la ciudadanía y de la democracia,
suplantando a éstas por una apariencia de ciudadanía y una apariencia de
democracia.
Apariencia y realidad de la
democracia. Preguntas y paradojas
Es obvio que en este dilema nos encontramos
aún, veinticinco siglos después. ¿A qué estamos llamando democracia nosotros,
todos los días, en nuestros telediarios, en nuestros periódicos, en nuestras
cabezas?
¿Cómo haremos para distinguir la democracia
de la apariencia de democracia? Empecemos por intentar comprender en qué
consiste ese nuevo vacío que Sócrates abrió en aquel vacío ateniense que tanto
asombrara a Ciro. Intentemos comprender eso que hemos dicho: que se trata de un
lugar que los ciudadanos pueden ocupar sin llenarlo, o, al menos, sin llenarlo
de otra cosa que de su propia ciudadanía. Pero como aún no sabemos lo que es la
ciudadanía, con esto no hemos dicho nada de nada. A ese lugar lo hemos llamado
(así se lo ha llamado a lo largo de la historia de la filosofía) «Razón» y
«Libertad». A ver qué significa eso. Puede que parezca que estamos acumulando
paradojas y que todo esto no es más que uno de esos trucos verbales a los que
tan propensos parecen los filósofos. Sin embargo, el «lugar vacío» del que
estamos hablando no es un invento de los filósofos. Por el contrario, es un
lugar que hemos visitado y experimentado probablemente muchas más veces de lo
que creemos. Quizá no nos hayamos percatado siempre –o quizá nunca– de lo que
ciertas experiencias tenían de paradójicas y asombrosas, pero ahora es el
momento de reflexionar sobre ello. FRAGMENTO DEL LIBRO "EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA" - de Fernandez y Alegre - ELEGIDO POR H.M.
La condena a pena de muerte sobre Sócrates |